miércoles, 27 de noviembre de 2019

La estrella

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Me gusta ver las hojas desparramadas por el jardín. En los juegos unos niños se empeñan por generar risas en el otro. Tienen que ver con un cuadro donde se esconden, entre plantas orejas de elefante, pequeños animales purificados por un atardecer (una replica estaba en la sala de mi pediatra).

Los días se acortan. Los árboles esperan su renovación. Bah, en realidad todos esperamos eso. Quisiera mostrarles las bestias y las muertes, esas muertes que animan las festividades. Y también la negrura, el dolor, todo lo que tiene una proximidad inquietante. Pero un cuadro así exige una declinación, una oportunidad; primero lo negro, después la luz. Ciertos canales hasta lo prometido. Y no es fácil.

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Una vieja perra aguarda la llegada de su benefactor. En esta cuadra había un gran roble que se desplomó una noche de tormenta más o menos como la de ayer. Se cortó la luz y las pocas luces venían de los autos.

Ya no sabemos dónde está lo que alcanzamos entre rápidos pasos, fáciles, asombrados. Subíamos unas escaleras y ahí estábamos, expectantes, en los bailes, atentos a las formas de rozarnos (por un descuido nada más).

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De la mano, algo cansados, nos paramos frente a una alcantarilla rebosante de agua. En el frío del muelle buscamos lo que no podemos precisar. Hombro con hombro, frente al río oscureciéndose, vemos los edificios y sus reflejos en el agua. Y de pronto, por arte de magia (una magia muchas veces practicada), el mismo final de siempre, el que nos espera, aceptado, no querido, pero al menos aceptado.

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En una imaginada montaña nevada no hay más demoras. Allá lejos, muy lejos de un parque donde sobrevive el césped castigado y algo crecido. Aunque tampoco veo demasiado tráfico por acá.

Por las autopistas, miles van hacia algún lado. Tomo el lápiz para transmitir una impresión. Había, en mis sueños, caballeros medievales. Hombres dispuestos a seguir con sus cruzadas.

Cantan los pájaros. No sé si el paisaje es algo inspirador para ellos o si lo único que asoma es la vibración. Unas ganas tremendas de cantar.

Detrás un árbol y en su tronco una cuevita. De esa cuevita nació una estrella -no podría llamarla de otra manera aunque no sea exactamente una estrella-, frágil por fuera, espléndida por dentro, llena de la sutil adoración que su íntima luz le daba.

Una luz que terminó por iluminar un estado incluso anterior al dolor. A partir de entonces supimos que hay que insistir hasta que un día en la playa, al fin despreocupados, se presenta un sentimiento, no una idea.

Pasa un tren. No puedo imaginar lo que había antes del tiempo. ¿Hay búsquedas imposibles?

Si así fuera, no debiéramos tener otro objetivo que encontrar una lagartija al sol sobre un piedra que conserva el rocío de la primera mañana.

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