miércoles, 15 de enero de 2020

Desestructurarse en el propio discurso

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Mi teoría es así: estamos atravesados más que nada por mandatos -que también son energías- que determinan lo que somos, potencias que nos obligan a adoptar determinadas decisiones, rumbos e incluso modos. De manera que cualquier tipo de cambio profundo y sentido en nosotros es un milagro.

Para mí de eso en realidad se tratan mayormente los milagros; de un cambio genuino en los patrones que nos regulan y nos tiene programados casi como máquinas.

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Para encarar esos cambios, hay que comenzar por desestructurar los propios mandatos, los programas que hemos recibido en forma esencialmente energética -discursos, actos, estímulos- y que han creado determinado combo de pensamientos y sentimientos que condicionan nuestros actos.

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Y para desestructurarse así, es preciso comprender que los discursos, las creencias que nos impulsan, no son realidades fuera de la construcciones -y la energía psíquica que originan en nosotros-.

Son verdades solo en relación a la importancia que tienen para regular nuestro estar en el mundo porque, en líneas generales, los discursos son formas de estructurar la potencia, la energía; formas de canalizar las dinámicas de dominación que intervienen continuamente en nuestra existencia.

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Nuestra existencia es la respuesta a múltiples estímulos discursivos que generan un determinado campo energético basado en formas de pensar y consecuentemente formas de sentir.

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De modo nuclear, estamos atravesados por creencias, estructuras mentales que ejercen una dominación casi terminante en nosotros. Nuestro mundo está muy condicionado por nuestras creencias, y nuestras creencias están muy condicionadas por nuestros mandatos, por estructuras de dominación que son útiles a nivel general porque necesariamente reducen nuestro margen de libertad individual y nos compelen a trabajar por un sistema, por un enjambre.

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Esto implica que nuestra existencia discurre entre dinámicas energéticas -potencias que prevalecen en mayor o menor medida- y que terminan en actos, fenómenos. Las acciones son el resultado de ciertas energías mentales y sentimentales que prevalecen al punto que se materializan en actos.

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Y cuando hablo de actos, me refiero también a los pensamientos -porque los pensamientos son actos mentales y los diferencio de los actos que ocurren en forma física y que discurren en un plano que está más allá de nuestra mente-.

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Con esto quiero decir que es muy importante que tomemos en cuenta que nuestros actos mentales también son físicos -cambios que sufre un cuerpo-, y que siempre generan fenómenos en nosotros, fenómenos interiores, que luego condicionan los fenómenos exteriores que vivimos.

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Cada vez que nos embarcamos en determinada senda existencial, estamos respondiendo a ciertos patrones de pensamiento y a sentimientos que están imbricados, y que son la respuesta que hemos podido estructurar frente a estímulos complejos y diversos.

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Hay un mundo afuera de nosotros mismos y con ese mundo nos relacionamos continuamente. Lo hacemos en una dinámica que nos exige y desafía a nuestra psiquis a procesar fenómeno tras fenómeno.

En esa dinámica, siempre hay algo, una complejidad de tal magnitud, que excede la capacidad de procesar las vivencias en un marco discursivo específico y coherente. Y sin embargo, continuamente nos empeñamos en catalogar las realidades, los fenómenos que vivimos. Lo hacemos para convencernos de que somos capaces de sostener un mundo perfectamente coherente -que por lo tanto tiene un sentido específico-. Bien, comenzar por desarmar esa ilusión es el primer paso para desestructurarse en el propio discurso.




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