Pero de vuelta a mis primeras clases de literatura. Me acuerdo ahora que este buen hombre, mi profesor, poeta consagrado, siempre me prometía, de un modo descarado y patético, presentarme a algún literato incluso más consagrado que él, y yo siempre le creía, o al menos siempre estaba expectante y hasta feliz con la posibilidad de que eso ocurriese. Feliz con una proximidad lejana e hipotética porque saber que en algún punto yo podría acceder a quienes ellos eran, esos leones que relucían como el oro, tenía un peso específico y, en mi mente, justificaba los disparates que imaginaba y soñaba para mi futuro.
Un futuro que se debía parecer a lo que ese poema copiado de manera tan esmerada por mi abuelo representaba. Es decir, su vida. Su vida consagrada a los libros. A la cultura. A Europa. A los cánones acerca de lo que es brillante y elevado. A lo que justifica que uno pueda creerse especial en muchos sentidos, tantos que te permitirían sentirse definitivamente superior como persona, algo que por entonces, sin duda, yo necesitaba.
martes, 31 de marzo de 2020
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