martes, 31 de marzo de 2020

La escritura y mi abuelo

Me acuerdo de mi abuelo ahora. Me acuerdo de su aspecto nórdico. De su aspecto danés -aunque su madre era gallega se supone que debía primar esa imagen de él-. Me acuerdo de cómo se sentaba en un sillón de cuero rústico y a la vez moderno, cruzando ligeramente su pierna derecha sobre la izquierda, de cómo apoyaba su mano derecha a la altura de su corazón y daba suaves golpes en él -nunca supe para qué-, y me acuerdo que siempre estaba con un libro -la mayoría de la veces en francés-, y que a ese libro, con un lápiz listo para subrayar las partes importantes, lo leía horas. Muchas horas.

En Punta del Este, Uruguay, en su casa de veraneo, un lugar que compartíamos, llegaba a pasar todo el día en un sillón en el jardín y luego, a la caída del sol, salía a caminar, en una calle rodeada de pinos, apenas hasta la esquina, (por entonces le costaba caminar), y volvía para escribir unos artículos que mayormente eran citas de grandes e ilustres pensadores que publicaba, con poco interés de parte del resto de mi familia, en un diario tradicional y venido a menos de la Argentina.

Como para mi madre ese hombre era tremendamente importante, él lo era para mí y por lo tanto, todo su mundo, todos sus intereses, inclinaciones y juicios también lo eran. En esencia, porque era un caso único y porque yo tenía la suerte de ser el nieto de alguien tan especial por carácter transitivo y lo que es mejor: podía ser como él hasta sentirme arriba de otros, y de esa manera esperaba no sentirme tan mal por lo desgraciado que era. El plan no era bueno y no podía funcionar. Y así fue. Por suerte.

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