Hoy volví al campo con mi hijo.
Día del padre. Hermoso dibujo de mi hija
-un delfín saltando en el mar-, muy tierna la carta de mi hijo.
Regalo y dedicaciones de mi mujer.
No es necesario adentrarse en el drama para vivir
la vida, me digo. Y no es necesario creer
que la belleza no puede ser amorosa, contundente
y fresca como una rosa en el primer minuto después
de la salida del sol. Y aun así, no ser cursi,
ni la rosa, ni el minuto, ni uno mismo
-lo tan temido en mis entrañas-, porque,
en verdad, ¿qué quieren que les diga?
La gran mayoría de mis creencias
fueron una gran pérdida de tiempo,
como son una pérdida de tiempo
las grandes creencias de todo el mundo.
Digo esto porque se entroncan las creencias
unas con otras en función de sigilosas maniobras
para no asumir el vacío que hay
entre esas estrellas que ahora miro
y el lugar de uno en este mundo.
Estoy junto a mi perra,
los dos en el frente de la casa, atentos al silencio,
en el medio de una noche apenas fría,
en este lugar donde lo más cierto es la posibilidad
de estar con mi gente e intentarlo con más gente.
Y créanme, llegar a eso no es un camino fácil,
ni recto, ni siquiera medianamente preciso.
Pero ese camino empieza por mirar el sol
escondiéndose detrás de los árboles,
tal como hicimos hoy con mi hijo.
El cielo estaba a los pocos minutos
tremendamente naranja, y ese naranja
se reflejaba en unos charcos provocados
por las huellas de unos camiones.
Sí amigos, esa oscuridad ponderaba
los reflejos que iban directo al color entre las nubes.
miércoles, 24 de junio de 2020
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