Fui hoy con mi hija hasta la ruta, la cruzamos, vimos la parrilla donde estuve ayer con mi hijo, y después, apenas más adelante, vimos los galpones de las gallinas, los importantes, los que llamo mágicos. Le conté a mi hija acerca de mi interés por esos galpones, e incluso le hablé acerca de mi teoría sobre la belleza que abraza lo siniestro para potenciarse, y ella, como es lógico, no se conmovió ante tanto discurso.
Los galpones estaban apenas iluminados. El día, hasta entonces clarísimo, en los últimos minutos, terminaba sobre el final. Seguimos hasta que más adelante dimos con una bandada de chimangos; cruzaban el camino en lo alto. Iban en viaje hasta un lugar que podría situar en la puesta del sol pero no estoy seguro. Atrás vimos otra bandada, y atrás otra, y más atrás otra. Cientos de chimangos iban en una suerte de desfile hacia esa dirección.
Vimos eso en un silencio casi total. Después intentamos saber hasta dónde iban todos esos chimangos, y por supuesto no fuimos capaces de saberlo porque todos esos pájaros se disiparon en el horizonte uno tras otro. De modo que tomamos nuestras bicis casi en la oscuridad y llegamos a los galpones. Para entonces ya estaban iluminados en el interior. Y cuando estuvieron a nuestro costado, imaginamos a las gallinas en las jaulas, y seguimos, tranquilos, en la oscuridad.
viernes, 14 de agosto de 2020
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