En el sueño, escribías en la nieve con la ayuda de un palo en un idioma desconocido, pero los trazos te eran familiares; dibujos que pedían otros paisajes.
Al despertar, llovía, los demás ruidos se aplacaban. Lo vivido adquiría un sentido. Ya no importaban las inquietantes manchas de petróleo en la arena blanca. Llovía y sentías las gotas, millones, pequeñas, suaves, en el techo.
Una a una, te invitaban a permanecer concentrado hasta escuchar a lo lejos un zorzal.
Así, tal vez podrías olvidar que de los infortunios hiciste un compendio de temores que te ataron a un palenque, y que desde entonces tu salvación sería salir de ahí.
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