Vayamos para allá, dije. Bajo los plátanos, detrás de la iglesia, se puede descansar, no hacer nada. Y así te vi de nuevo por donde ondeaban las banderas. Azul, negro y un escudo con tiburones sonrientes. Un club de pesca. El mar, como entonces, mantenía un tono más oscuro que el gris del cielo. Su presencia me resultó un cuerpo cada vez más frío. Casi llovía. Dos patos bajaban. El momento me recordó a un telón estupendamente pintado superior a cualquier época que estaba en una iglesia agrietada.
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