Caía del caballo y en el acto me levantaba. Y de inmediato un buitre inmenso bajaba del cielo para, con sus garras, en las alturas, llevarme a una isla que tenía humo por todos lados debido a un fuego que estaba apagándose.
Un mar violeta se veía crispado por un viento caliente. Montones de cuervos, alrededor de una cruz que sostenía a un Cristo, que tenía la cara de Buda, revoloteaban.
Me paraba mejor a ver a ese Cristo con cara de Buda, que me parecía de lo más patético, y veía que en su estómago tenía una cicatriz. Y por el tamaño de la cicatriz, me daba cuenta que había sido operado del píloro porque esa cicatriz, esa marca, era igual a la mía.
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