Acomodándote en un costado de la reposera, en el sueño me decías: “Vení conmigo.” Pero cuando me sacaba la remera para ir a tu lado, te levantabas alarmada. Señalando el río, decías: —La casa de Anselmo está en llamas. Y era cierto: en los plumerillos cercanos al agua había fuego, y también en la casa.
Entre el humo, unos carpinchos huían. —Se van —decías angustiada— hacia los brazos del río. Esos brazos que, ahora recuerdo, podían nadarse a caballo. Después, nos quedábamos viendo los camalotes en viaje por el río mientras el fuego ardía detrás.
Pequeñas islas, me habías dicho que eran.
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