Amanece en la ciudad eterna. Día de sol frío tirando a tibio. Pasamos por la estación de trenes donde dos chicos esperan a alguien. Cada uno tiene una rosa en la mano. Seguimos rumbo a Santa Maria Maggiore. Es de lo mejor el frente, el exterior entero, el techo interior y sobre todo los pisos de mármol gastados por el tiempo y por los miles y miles de seres humanos que los han pulido. Me fijo: son del siglo XIII. Salimos y caminamos lo suficiente para recalar en un restaurante cercano al coliseo atendido por una familia impetuosa y orgullosa de los productos que sirven. Son bueno, en efecto. Luego caminata por las afueras del coliseo. Me gusta verlo desde afuera, sin el problema del "turismo". Las piedras gastadas, a lo lejos y a lo alto, antes del cielo, casi absorbidas por el tiempo y recorridos por el arte que el tiempo trae; son de lo mejor. No entiendo el sentido de la recuperación que advierto en ciertas partes. Seguimos por calles y el foro. Un hombre con apariencia de vagabundo perdido de la india vocifera cerca nuestro en un tono amenazante. Una familia de japoneses se adelanta al trote. Nosotros mantenemos el temple. Subo solo a la iglesia que hay junto al monumento de Vittorio Emanuele. Buenas vista y buen coro dentro. Son casi todas bellas las iglesias de Roma porque llevan demasiado tiempo acogiendo fieles y en su momento, en especial, recibieron el esfuerzo de artistas que trabajaron según reglas precisas y de un objetivo que todos interpretaron como elevado: honrar a Dios. Todo eso le dio un sentido claro y funcional. Hoy por hoy cuesta encontrar lo mismo en el arte.
martes, 31 de diciembre de 2024
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