Lo más importante de todo es que cerca de las 13 salí de la estación con la idea de sentarme un rato al sol en la gran plaza que está apenas uno cruza una avenida muy ancha. Cosa que hice. Elegí uno de esos bancos de madera que me resultan particularmente cómodos —y que debería disfrutar más seguido para que mis días fueran más felices—. Y ahora, pensándolo bien, voy a procurar hacerlo cuando pueda por el resto de mis tiempos.
Desde ese banco precisamente vi a un par de jóvenes en una situación difícil por el tipo de pobreza o desgracia que cargaban encima. Se acercaron a pedirle el plato de comida a una chica que estaba sentada no muy lejos de mí.
No llegué a ver si se lo dio por voluntad propia o si hubo algo en la escena que la hizo sentirse forzada. Sospecho que no le quedaba mucho por comer y por eso lo entregó. Pero no estoy seguro. Lo que sí vi fue que no se mostró incómoda ni molesta. Sacó su celular, lo miró un rato y después se levantó y siguió camino con una expresión que no terminé de descifrar. Era una mujer de unos veinte años, con un aire moderno pero sin pretensiones.
Aunque todo esto son conjeturas, como la mayoría de mis pensamientos. Conjeturas que tienden a emprender vuelo y encontrar a muchas otras, y entre todas armar esas bandadas que dan vueltas por mi cabeza desde tiempos inmemoriales.
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