A las 12:15, diez minutos antes de mi turno, llegué a la estación de trenes y pronto ubiqué la oficina pública para la renovación del pasaporte. Buena parte del tiempo de espera la empleé en mandar mensajes de trabajo, cosa que me permitió sentirme productivo gracias al dictado de voz, que desde hace tiempo me facilita mucho las cosas.
Pero pronto advertí —y ya lo vengo notando desde hace un tiempo considerable— que enviar varios mensajes seguidos de trabajo me llena de ansiedad. Así que resolví detener toda acción supuestamente productiva y me puse a mirar el techo en busca de cierta relajación: ese detenimiento que, desde hace un tiempo, encuentro increíblemente voluptuoso, franco, placentero y, por sobre todo, acogedor. Y que, sin embargo, por una manía productiva que no termino de entender, practico cada vez menos. Creo que la vida tendría su mayor sentido si uno fuera capaz de caer, más seguido, en ese detenimiento del que hablo. Pero un miedo sideral a quedar alejado del mundo práctico —de sus recursos y, sobre todo, de la posibilidad de sostenerse dentro del sistema— me lo impide.
Finalmente, con unos diez minutos de demora respecto de mi turno, una señora pronunció mi nombre. Ya de antemano había planeado ensayar cierta simpatía con quien me atendiera, con la esperanza de que tuviera la gentileza de facilitar el trámite, gracias a la gentileza que uno ensaya. Porque, a esta altura de la vida, ya sé que así funcionan las cosas. Y, sobre todo, sé que, frente a quienes tienen el poder de gestionar los trámites de uno, más vale “llevar el carro al buen andar”, como diría un hombre que conozco y que tiene muchos años sobre esta tierra.
En fin, lo más llamativo del caso es que pronto me las tuve que ver con una compañera de la mujer que me atendía. Ante mi comentario de que el cartel que explicaba la demora en la entrega de los pasaportes no era claro respecto del tiempo de espera, ella comenzó a pontificar en defensa de su redacción. Y cuando —bastante pronto, en realidad— notó mi mansedumbre al escuchar unas explicaciones que, de verdad, no eran muy coherentes, se relajó y fue amable conmigo. Al igual que la señora que tenía puntualmente a su cargo la gestión del trámite.
El resultado de toda esta diplomacia fue que pude averiguar que, por el trámite simple, el nuevo pasaporte podría demorar hasta dos meses, según dijeron. Sin dudarlo, opté por pagar una suma bastante mayor por un trámite denominado express. Mañana, con algo de tiempo y fuerzas que reuniré de algún lado, gestionaré la devolución del importe pagado por el trámite simple. Y sin embargo, estoy contento.
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