Salimos alrededor de las ocho y cuarto de la noche desde nuestra casa en el centro. Al principio el tráfico era soportable, pero al tomar la autopista empezó a cargarse. Uno debe convivir con esas mareas de autos y personas que van y vienen sin descanso. Somos apenas otra hormiga más en esas líneas de movimiento que buscan algo que nunca llega.
Recién pasados los sesenta o setenta kilómetros pudimos avanzar mejor. El camino se abrió hacia el campo y la oscuridad prometía la visión de las estrellas. Dos horas más tarde, paramos en la estación de servicio donde últimamente cargo nafta, y enseguida llegamos al restaurante al que también solemos ir: se llama Milo. Es un típico restaurante de ruta, argentino en muchos sentidos. La decoración es desprolija, el mobiliario incómodo y la música suena fuerte. Pero las mozas son amables, simpáticas, incluso alegres. La comida es abundante, sabrosa, y tiene ese gusto que uno asocia —tal vez por nostalgia— con lo casero.
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