En el último tiempo, mi intención es aprehender la ciudad partiendo de sus edificios públicos, iglesias, e incluso los edificios de departamentos emblemáticos. Después de décadas de renegar de la ciudad, de sus ruidos, de añorar la paz que encuentro en los campos con terrenos ondulados apenas, cercanos al mar, después de todos esos años repetidos, en donde la visión de los mendigos, de los pudientes también, me cansó de ver desfiles continuos, descubro que esos edificios son cuerpos que me convocan. Hay un ida y vuelta con ellos.
A un rascacielos que tengo a mi derecha por ejemplo, que veo cada noche por mi ventana, gracias a la definición de un poeta, lo veo como un legionario que se eleva sobre los árboles de una plaza, mira al río, y al mismo tiempo es un estandarte de la elegancia moderna del art deco.
No me imagino una elegancia superior; ya es antigua y al mismo tiempo moderna. Es la unión de dos ríos que elevan al edificio. Cuando miro ese edifico desde la plaza, intuyo un caudal de agua corriendo dentro de ese hormigón armado que bien podría tener yo en mi cuerpo.
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