Nueve y treinta. Tal como habíamos acordado, me llama mi hijo para ir a a desayunar. Último día en Puerto Bemberg. Por la tarde, sale nuestro vuelo. Desayuno en la mesa del vértice de la galería. Nuestra mesa. Omelette de jamón y queso. No más huevos revueltos. Mantengo el té. Mejor no arriesgar cierta excitación con el café. Mi hijo sigue contento por haber promocionado la materia que lo tenía a mal traer. Hablamos de sus amigos y del vínculo que ellos tienen con las mujeres. Quería así llegar a los de él, pero no logré grandes confidencias.
Hay una pareja nueva en el desayuno. Un hombre de mi edad, Misionero por el tono de su habla, con una mujer más joven, también de aspecto del lugar. Sonrisa apacible e indeleble. Modos calmos, pelo lacio y negro. Tiene un cuerpo sensual. El hombre por teléfono le miente a su interlocutor: le dice que tuvo que viajar a El Dorado -otra ciudad- y que necesita que quien lo escucha le vaya a dar de comer a los gatos. Su tono impacta con fuerza en cada palabra. Noto también que no le dice gracias a la moza cuando corresponde que lo haga.
Una vez que terminamos de desayunar, pierdo un poco el tiempo en mi cuarto. Videos de series viejas. La sensación que me queda es de vacío. Decido entonces salir a caminar a la costa del río hasta donde se cruza a Paraguay. Calculo que tengo una hora al menos. Llamo a mi hijo, pero él me dice que prefiere quedarse en su habitación. No sufre los espacios vacíos que padezco. Mira su celular y se mantiene sin algo dramático que lo afecte -porque bien pensadas las cosas nada de lo que nos ocurre habitualmente lo es-. Quisiera poder entender esa cuestión. No creo que logre éxitos notables. Pero esa sería mi meta para los tiempos que siguen, pienso, y salgo en busca del río, de la visión de la otra orilla.
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