Primer día en playa Pasadiso. Entramos a la playa saludando a un hombre que oficia de guarda. No veo mesas disponibles en el restaurante que tenemos más cerca. A un costado, echamos nuestras toallas junto a una familia que descansa bajo una palmera. Un hombre con expresión de tristeza, su mujer y dos hijas de unos veinte años vestidas con el mismo traje de baño —celeste y blanco con bolados—.
Con mi hijo, agarramos un visor y un snorkel para ver bajo el agua. No se ve nada en especial. El resto del tiempo conversamos. Cuando salimos, preguntamos si hay una mesa disponible. Una mujer con buena predisposición nos la consigue. Los mozos aparecen con un coco abierto. Me gusta, lo recordaba. Tenemos hambre, son casi las cuatro de la tarde. La comida está bien, pero la cuenta es exagerada. Pagamos y vamos a echarnos a unas reposeras que miran al mar.
Una niña chilla sin motivo en la orilla. Por un momento, la confundí con un pájaro que cantaba en alguna palmera cercana. Luego distinguí bien ambos sonidos: uno es un canto fuerte pero natural; el otro, en cambio, me crispa los nervios. Los padres la miran impertérritos. Al final, cuando se retiran, el mozo me explica que el lugar está próximo al cierre. Al caminar, noto que algunas personas siguen en el agua aunque ya casi sea de noche. Quisiera ir yo también, pero ya me he cambiado. El terreno de arena es más amplio. Casi no hay gente. Al fin.
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