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domingo, 31 de agosto de 2025

La primavera

Después de leer lo que escribí acerca de la muerte de L, muchas ideas, y sobre todo preguntas, quedaron rondando en mi cabeza, como tantas veces. Son como vacas que caminan de un lado a otro en un campo que imagino con bañados, con juncos, y donde unos patos pasan volando con ese apuro que muestran al final del día.

Precisamente hablando del final del día: hoy fui, cuando ya no quedaba casi luz, con mi perra hasta la pradera al final de mi calle, en el barrio suburbano donde paso los fines de semana. Junto a la cañada, como otras veces, escuché los tordos que en esas plantas tienen sus guaridas. Me sorprendió que saliera un murciélago y volara por momentos rápido, con cortes abruptos en su trayectoria —supuse que porque no ven—, en un zigzag que, no sé bien por qué, me llevó otra vez a la muerte de L. Y la muerte de L me hizo pensar en la desaparición de mis abuelos, en la edad avanzada de mi padre y de mi tío, y sobre todo en el hecho de que ya tengo cincuenta y dos años. Es un número que me resulta inmenso y que no se corresponde con el tipo de templanza ni con el modo de estar en el mundo que imagino para esa edad. Me siento mucho más joven porque sigo siendo inestable, temeroso, y, por sobre todo, vivo en un mundo bastante fantasioso. Pero al mismo tiempo, y eso me apena especialmente, estoy cada vez más inserto en rutinas propias de mi edad. Duermo menos. Ciertas comidas y el exceso de alcohol me caen mal. Percibo que los cuerpos de las mujeres siguen siendo potentes, atractivos, capaces de darme mucho placer, pero al mismo tiempo empiezan a resultarme menos divinos. Lo mismo me pasa con muchas cosas que antes idealizaba de una manera más notoria.

L está muerta. Ocurrió después de haber trabajado con nosotros muchos años. Pronto le seguirá alguien más y el mundo continuará en su estela de progreso, que no imagino dónde termina ni para qué se acelera de modo tan espectacular en los últimos años. El universo está en todos lados, pienso mientras escribo esto. Y vuelvo a L. Sus modos lánguidos siguen presentes, también esa tendencia a hablar demasiado mientras encendía un cigarrillo tras otro. ¿Por qué fumabas tanto, L? Me resulta increíble, aunque al mismo tiempo puedo comprenderte. Pero enseguida me digo: ¿no pensabas que al costado de nuestro edificio estaba la plaza, con sus pájaros en los árboles, y, con suerte, el viento de esta primavera que llega?


sábado, 30 de agosto de 2025

La construcción

 Hola hijita cómo andasMurió L. Me lo comentó la otra L que trabaja con nosotros. La primera L fue secretaria cuando todavía vivían mis abuelos, cuando ellos, junto a mi padre y mi tío, comenzaron con el estudio. Había estudiado Bellas Artes e incluso se había recibido, pero no estoy seguro de si llegó a dar clases como profesora o a realizar algún recorrido plástico más o menos extenso. Debí habérselo preguntado las muchas veces que hablamos de arte, aquellas tardes en que, como yo, quedaba atareada junto a los procesos tediosos y largos —pero a veces convocantes— en los que se dirimen los conflictos entre las personas jurídicas y físicas de esta república. Con los años decidió estudiar derecho y también se recibió de abogada y llegó a ejercer con mi tío, más que nada en la defensa o la arremetida de otros, como hago yo y como hacía también mi padre. Pero todo el tiempo fumaba mucho, de manera continua. Ofuscada, necesitaba ahogarse en el humo, donde fuera y como fuera. Así llegó, en los últimos años, apenas con sesenta y pico, a no poder ya respirar. No tenía esa capacidad, me explicó mi tío ayer, cuando lo llamé para decirle que sentía tristeza por su muerte. No era capaz de respirar. No quiso, o no pudo, hacerlo a lo largo de todos esos días que estuvo con los expedientes en ese despacho contiguo al mío, frente al enorme palacio de Tribunales. Fumando con sol y con lluvia, invierno y verano. Hasta que un día no respiró más, dejó de existir y nos dejó a sin palabras. Sin respuestas: ¿Por qué alguien hace eso en el despacho contiguo al mío? ¿Por qué, si a ella le gustaba el arte? ¿Acaso el arte no basta para salvar la vida de quien se acerca a sus márgenes? Parecería que no. Tal vez el arte no es más que un invento destinado a embellecer un tránsito. Me decía hace un rato, y todavía me lo digo: tal vez no tiene una pulsión redentora porque esa fuerza está más atrás, oculta. En el fondo tiene que ver con la muerte, que al fin y al cabo establece el mayor de los sentidos. A cada uno le toca construir el suyo en esos bordes, pienso esta mañana nublada, a la espera de una tormenta anunciada desde hace un par de días. Espero no caer en lo categórico al decir eso, pienso, pero me reafirmo: la vida se trata de cómo uno se prepara para la muerte. Y creo que lo pienso bien. La carita pobrecita

viernes, 29 de agosto de 2025

Once y treinta

Son las once y treinta de la mañana de un día nublado y fresco. Veintidós grados. Se levanta un poco de viento y mueve las palmeras que tengo enfrente. A lo lejos se escucha un gallo. Me desperté cerca de las diez y enseguida ese pensamiento recurrente de los últimos días —la atención extrema a mi alergia— vino a mi cabeza. Pero, a diferencia de otros años, hace ya mucho tiempo pude lidiar con esas invasiones bárbaras con cierta altura. Pensé, y aún lo pienso, que esa alergia funciona como síntoma y también como vector hacia escenarios nuevos.

Por lo tanto, me concentré en imaginar esos escenarios. Quiero, me dije, vivir en un lugar donde por la mañana pueda ver árboles y plantas. Me pregunté dónde y cómo, pero no tuve respuesta. Sin embargo confío, aventuré, en que algo en mi interior cambie y que ese cambio me lleve a otra orilla. Vivo en un departamento desde que nació mi hija, hace veintidós años, y concurro a la misma oficina desde hace casi treinta. Queda frente al enorme palacio de Tribunales, en un barrio que nunca quise del todo. Pero no pude dejarlo, porque tengo miedo de trasladar mis cuestionamientos a otros espacios.

Solo como consecuencia de la pandemia viví en la casa de fin de semana, que en verdad es de mi padre y ocupo desde hace muchos años. En esa época no quería volver a mi barrio céntrico porque me entristecía estar lejos de los árboles, de la calma suburbana, y de regreso en calles llenas de edificios que se habían vuelto un conjunto opresivo. Pero también es cierto que en aquel barrio, con jardines cercanos al campo, había empezado a sentir la sensación de encierro que me alcanza cuando estoy mucho tiempo en una misma casa. Una sensación que habla de la incomodidad con mi cuerpo, con mis pensamientos, y que me hace creer que un cambio de escenario no sería una solución exitosa. Hay algo muy profundo que debería cambiar, pero no sé qué es.


jueves, 28 de agosto de 2025

Tirado el sol

Hoy estuve al sol, tirado en el pasto de la plaza al costado de mi oficina. No sé por qué no hice lo mismo tantas otras tardes de sol en las que hay un aire tibio que anuncia la primavera con una dulzura que me recuerda tiempos formados por capas de recuerdos que no se fijan en ningún lado ni terminan de crear una historia, y son apenas imágenes que se suceden como el espacio de un viento que corría por mi cuerpo acostado. Por momentos me quedaba fijo en un árbol que todavía no ha desplegado sus hojas. Y por otros, en el edificio modernista que alberga el colegio donde fueron mis hijos. Más atrás, una fuente sin agua, y a mi costado izquierdo un teatro soberbio.Había dos jóvenes con un niño pequeño a mi lado que tomaban mate y comían mandarinas. Con acento paraguayo, hablaban con una simpleza natural. Emanaban una relajación que viene de una entrega al tiempo. Disfruté escuchándolas. Una de ellas le decía al niño: “Así es la vida: buenas y malas. Tenés que comer todos los gajos de la mandarina y dejar las semillas.” Detrás nuestro, unos pájaros cantaban. Todo estaba en su lugar, a una cuadra de mi oficina. Y por momentos, como ellas y el niño, lo disfrutaba.


miércoles, 27 de agosto de 2025

El semáforo rojo

 ¿Por qué vivo en Buenos Aires? Nací acá. Es mi casa, mi tierra y, al mismo tiempo, el lugar que todo: lo encuentro lejano a la naturaleza, al mar, a todo lo que busco en un espacio. Y sin embargo lo quiero; está todo acá: lo conocido, lo sentido, lo fácil. Y a esos puntos puedo volver una y otra vez —las veces que quiera—. Me gusta caminar por mi historia.

El tráfico. Los ruidos ensordecedores, agobiantes, muchas veces persistentes, que me enajenan y, a la vez, en contadas ocasiones, me llevan, sin que lo busque, hacia los pájaros: esos que aparecen en un árbol escondido en algún pulmón de manzana, incluso donde no hay ninguna vegetación aparente. 

Y están las noches una detrás de la otra, en las cuales fui feliz. Anduve en un tren excitante, prometedor. Algunas chicas pasan en esas ráfagas. Un taxi. Alguien que me toma de la mano, me sonríe, me promete decirme algo en el próximo semáforo rojo y, por fin, cuando nos detiene uno, me lo dice. No recuerdo ahora qué era eso que me quería contar. Solo quedó su sonrisa, ni siquiera su cara. Nada más. Apenas su nombre, que ya no tiene apellido. O sí, ahora lo recuerdo, pero ya no importa frente a la fuerza de esa sonrisa cómplice en un semáforo de una avenida que conozco de memoria. He pasado infinidad de veces por allí. Está demasiado transitada para mi gusto, pero ¿qué importa, si ahí está mi escena?

La protagonicé yo con ella. Y todavía vibra: recién pasé de nuevo en medio de la noche, de vuelta a casa, y el semáforo me detuvo.

martes, 26 de agosto de 2025

La liebre

 

Fue un día de sol tibio y sin viento, con un perfil que ya anunciaba la primavera. Me desperté a las nueve y media de la mañana. Por suerte, no escuché la bocina de esa mujer que suele pasar a buscar a los hijos de mi vecina. O bien la gestión que pedí a la guardia del barrio surtió efecto. Desde temprano estuve atento al canto de los pájaros. Me da la impresión de que hoy cantaban bastante más que en los días pasados. Creo que ellos son todavía más conscientes que nosotros de la próxima llegada de la primavera. Siempre me pregunto cómo será la euforia que sienten, si es que realmente puede llamarse así al sentimiento que tienen. También me pregunto muchas veces qué tipo de sentimientos experimentan los animales más primitivos, por ejemplo los insectos.

Ayer, cuando salí a caminar por la cancha de golf, me comuniqué con un amigo que vive muy lejos y que quiero mucho. Su situación es bastante complicada por falta de trabajo. Su caso me conmueve porque compartí tantos días memorables de mi adolescencia y juventud y entre nosotros existe un lazo profundo que nos une también en el amor por las artes: la música, el cine y, sobre todo, cierto humor ácido que tuvo un rol protagónico en mi vida desde hace más de treinta y cinco años. Frente a los problemas que yo le planteaba sobre el tironeo entre mis horas de trabajo y el tiempo que puedo dedicar a las actividades artísticas —siempre menor al que desearía—, me hizo ver que esas preocupaciones quedaban ensombrecidas por la magnitud de lo que le toca atravesar. Y es cierto. Esa situación me hizo pensar en cómo algunas personas que conocí en la juventud transmitían una promesa bastante cierta de desarrollar los talentos que apenas despuntaban y que yo suponía enormes. Sin embargo, muchas veces esas vidas quedaron frenadas por la falta de fortuna o por limitaciones que quizá podrían haberse superado. No sé bien qué es lo que hace que alguien desarrolle o no su potencial de la juventud. O tal vez la visión que tenemos entonces de los demás, por estar idealizada, no corresponde a lo que en realidad podrán hacer con su vida.

En el hoyo 18 de la cancha de golf vi una liebre inmóvil. Era como una escultura: detrás se extendía todo el campo; ella permanecía estática, hasta que por fin decidió moverse un poco. No demasiado. Se han acostumbrado a la idea de que en estos lugares los humanos no representan un peligro.

Pero volviendo a lo de mi amigo: ¿por qué quedó atrapado en esa red de limitaciones que ahora lo ahogan? Habría que analizar muchos aspectos —todos complejos— de sus elecciones. Lo que más me interesa, sin embargo, es desarmar mi propia creencia: ¿por qué mi amigo, a mis ojos, no ha desarrollado todos sus talentos? Si para empezar, ahora lo advierto, lo que yo considero talentos son apenas recursos artísticos. Después están los recursos afectivos y tantos otros, que por suerte mi amigo posee en abundancia. Y además, ¿qué importancia tiene en el fondo mi mirada? A lo sumo, es una opinión que no puede tocar la verdadera esencia de mi amigo, sus experiencias, cada uno de sus días, sus logros más profundos y sus decepciones más sentidas.

Está claro que pensar y opinar tiene un sentido útil. Pero también lo tiene el silencio: la mirada, la comprensión fundada solo en el hecho de que todos habitamos un cuerpo y atravesamos esta vida con sus límites y sus bondades. Eso es algo que siempre me sorprendió. Ahora atravieso el fin del día. Camino por esta cancha de golf dentro de un cuerpo que, mientras se mueve, me permite ver, escuchar y oler los aromas de estas praderas armadas para el golf, mientras a mi alrededor los árboles, por ejemplo, son también otros cuerpos. Cada uno, en teoría, con su esencia, y al mismo tiempo todos, en un tiempo y en un espacio juntos.


lunes, 25 de agosto de 2025

Domingo por la mañana

Ahora son las ocho y veinte de la mañana. Día de sol ventoso y frío de los que me gustan. Un zorzal en el cerco contiguo al vecino canta distintas melodías. Tiene un conjunto de variaciones que intercala con algunas repeticiones; me encantaría saber qué representan para él. Por qué a veces elige repetir ciertos fragmentos y por qué a veces intercala otras melodías. ¿A quién le canta? ¿Le producen alegría? A mí sí. Lo escucho y todo queda suspendido al punto que me lleva a instantes de mi infancia en donde el descubrimiento del mundo se desplegaba a cada paso.

Sigue ese pájaro en el cerco de mi vecino. Me paré incluso y lo vi. Había dos palomas cerca de él. No lo miraron en absoluto. Eligieron una rama contigua, se detuvieron unos instantes; voló primero una y después la otra. Gracias al hecho de mirar ese cerco, y después la casa de mi vecino, recordé que había soñado con que pasaba sin permiso a conocer su jardín, que en mi sueño era muy distinto a la realidad: tenía piedras y cactus y daba a un precipicio que miraba a unas sierras más bajas. El jardín estaba en lo alto; tenía una vista abierta fantástica.

Sos un privilegiado, le decía con embarazo en el sueño a mi vecino cuando, al salir de su casa, me descubría en su jardín. Después de saludarme, algo incómodo, me hacía pasar, y adentro me encontraba con una mesa servida para tres. Su hijo ya estaba sentado; ella, ausente. “Se fue a buscar las pizzas”, me respondió cuando le pregunté por ella. Luego el hijo empezó a conversar conmigo —no recuerdo sobre qué tema—. Lo que sí recuerdo es mi sensación de tristeza e incomodidad ante esa escena familiar, opaca quizá por el estilo de los muebles y la poca luz. El hijo, al menos, me parecía educado. Es el mismo que, a veces, en la realidad invita a unos amigos los domingos por la noche. Casi siempre me molestan con sus gritos. Por fin le conozco la cara, pensaba. Parece más bien retraído, me decía, y a sus veinticinco años demasiado dependiente de sus padres.

Con ese sueño me pasa casi como con el canto de los pájaros: no lo puedo comprender. Los percibo e incluso me conmueven, pero no puedo saber más. Lo mismo que la mayor parte de las cosas que pasan.

Exilio

¿Ese es el precio por sostener mis principios? ¿O debo soltar la rabia, salir de los límites trazados y ganar potencia? Sé lo que ocurre con...