Después de leer lo que escribí acerca de la muerte de L, muchas ideas, y sobre todo preguntas, quedaron rondando en mi cabeza, como tantas veces. Son como vacas que caminan de un lado a otro en un campo que imagino con bañados, con juncos, y donde unos patos pasan volando con ese apuro que muestran al final del día.
Precisamente hablando del final del día: hoy fui, cuando ya no quedaba casi luz, con mi perra hasta la pradera al final de mi calle, en el barrio suburbano donde paso los fines de semana. Junto a la cañada, como otras veces, escuché los tordos que en esas plantas tienen sus guaridas. Me sorprendió que saliera un murciélago y volara por momentos rápido, con cortes abruptos en su trayectoria —supuse que porque no ven—, en un zigzag que, no sé bien por qué, me llevó otra vez a la muerte de L. Y la muerte de L me hizo pensar en la desaparición de mis abuelos, en la edad avanzada de mi padre y de mi tío, y sobre todo en el hecho de que ya tengo cincuenta y dos años. Es un número que me resulta inmenso y que no se corresponde con el tipo de templanza ni con el modo de estar en el mundo que imagino para esa edad. Me siento mucho más joven porque sigo siendo inestable, temeroso, y, por sobre todo, vivo en un mundo bastante fantasioso. Pero al mismo tiempo, y eso me apena especialmente, estoy cada vez más inserto en rutinas propias de mi edad. Duermo menos. Ciertas comidas y el exceso de alcohol me caen mal. Percibo que los cuerpos de las mujeres siguen siendo potentes, atractivos, capaces de darme mucho placer, pero al mismo tiempo empiezan a resultarme menos divinos. Lo mismo me pasa con muchas cosas que antes idealizaba de una manera más notoria.
L está muerta. Ocurrió después de haber trabajado con nosotros muchos años. Pronto le seguirá alguien más y el mundo continuará en su estela de progreso, que no imagino dónde termina ni para qué se acelera de modo tan espectacular en los últimos años. El universo está en todos lados, pienso mientras escribo esto. Y vuelvo a L. Sus modos lánguidos siguen presentes, también esa tendencia a hablar demasiado mientras encendía un cigarrillo tras otro. ¿Por qué fumabas tanto, L? Me resulta increíble, aunque al mismo tiempo puedo comprenderte. Pero enseguida me digo: ¿no pensabas que al costado de nuestro edificio estaba la plaza, con sus pájaros en los árboles, y, con suerte, el viento de esta primavera que llega?