Fue un día de sol tibio y sin viento, con un perfil que ya anunciaba la primavera. Me desperté a las nueve y media de la mañana. Por suerte, no escuché la bocina de esa mujer que suele pasar a buscar a los hijos de mi vecina. O bien la gestión que pedí a la guardia del barrio surtió efecto. Desde temprano estuve atento al canto de los pájaros. Me da la impresión de que hoy cantaban bastante más que en los días pasados. Creo que ellos son todavía más conscientes que nosotros de la próxima llegada de la primavera. Siempre me pregunto cómo será la euforia que sienten, si es que realmente puede llamarse así al sentimiento que tienen. También me pregunto muchas veces qué tipo de sentimientos experimentan los animales más primitivos, por ejemplo los insectos.
Ayer, cuando salí a caminar por la cancha de golf, me comuniqué con un amigo que vive muy lejos y que quiero mucho. Su situación es bastante complicada por falta de trabajo. Su caso me conmueve porque compartí tantos días memorables de mi adolescencia y juventud y entre nosotros existe un lazo profundo que nos une también en el amor por las artes: la música, el cine y, sobre todo, cierto humor ácido que tuvo un rol protagónico en mi vida desde hace más de treinta y cinco años. Frente a los problemas que yo le planteaba sobre el tironeo entre mis horas de trabajo y el tiempo que puedo dedicar a las actividades artísticas —siempre menor al que desearía—, me hizo ver que esas preocupaciones quedaban ensombrecidas por la magnitud de lo que le toca atravesar. Y es cierto. Esa situación me hizo pensar en cómo algunas personas que conocí en la juventud transmitían una promesa bastante cierta de desarrollar los talentos que apenas despuntaban y que yo suponía enormes. Sin embargo, muchas veces esas vidas quedaron frenadas por la falta de fortuna o por limitaciones que quizá podrían haberse superado. No sé bien qué es lo que hace que alguien desarrolle o no su potencial de la juventud. O tal vez la visión que tenemos entonces de los demás, por estar idealizada, no corresponde a lo que en realidad podrán hacer con su vida.
En el hoyo 18 de la cancha de golf vi una liebre inmóvil. Era como una escultura: detrás se extendía todo el campo; ella permanecía estática, hasta que por fin decidió moverse un poco. No demasiado. Se han acostumbrado a la idea de que en estos lugares los humanos no representan un peligro.
Pero volviendo a lo de mi amigo: ¿por qué quedó atrapado en esa red de limitaciones que ahora lo ahogan? Habría que analizar muchos aspectos —todos complejos— de sus elecciones. Lo que más me interesa, sin embargo, es desarmar mi propia creencia: ¿por qué mi amigo, a mis ojos, no ha desarrollado todos sus talentos? Si para empezar, ahora lo advierto, lo que yo considero talentos son apenas recursos artísticos. Después están los recursos afectivos y tantos otros, que por suerte mi amigo posee en abundancia. Y además, ¿qué importancia tiene en el fondo mi mirada? A lo sumo, es una opinión que no puede tocar la verdadera esencia de mi amigo, sus experiencias, cada uno de sus días, sus logros más profundos y sus decepciones más sentidas.
Está claro que pensar y opinar tiene un sentido útil. Pero también lo tiene el silencio: la mirada, la comprensión fundada solo en el hecho de que todos habitamos un cuerpo y atravesamos esta vida con sus límites y sus bondades. Eso es algo que siempre me sorprendió. Ahora atravieso el fin del día. Camino por esta cancha de golf dentro de un cuerpo que, mientras se mueve, me permite ver, escuchar y oler los aromas de estas praderas armadas para el golf, mientras a mi alrededor los árboles, por ejemplo, son también otros cuerpos. Cada uno, en teoría, con su esencia, y al mismo tiempo todos, en un tiempo y en un espacio juntos.
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