¿Qué acciones podría adoptar Tordelli en mi contra? Esa era la única cuestión que me taladraba el cerebro mientras, muy abrazado al objeto fundamental de mi pregunta, lloraba. Pero los segundos seguían su conteo y él no emitía palabra y esa indefinición sólo me carcomía la cabeza. Y cada vez temblaba más. Hasta que por fin, después de unos segundos que fueron eternos, Tordelli me apartó con su tan justos brazos y, mirándome con una seriedad que no mostraba ira ni nada en particular, dijo: ---Andá…, en todo caso andá…----. Por un instante pensé que iba a agregar la palabra pibe –palabra que de manera muy puntual me hubiese obligado a pensar en un acto tan fatídico como el suicidio-, pero, a Dios gracias, no agregó ese lapidario término ni ningún otro. Sólo cerró los ojos –como para reconfirmar que debía partir-, y eso fue lo que hice: partí. Ni más ni menos: seguí camino rascándome la cabeza, respirando hondo y, por momentos, como parte de un teatro esmerado, bufando, golpeando a mi paso las cosas que tenía a mi alcance; primero un tacho de basura, después un cartel y, tras cada golpe, dije (conciso y claro): ---¡Qué cagada!, ¡qué cagada!--- como si mi deber fuera culminar la escena como la empecé: con el mayor patetismo posible.
Esa noche dormí mal. Presentía –y me hacía eco a cada instante de esa presunción-, que en cualquier momento iba a ser víctima de un ataque de pánico. Además, estaba la cuestión primordial: la represalia Tordelli. La primera decisión que adopté fue dormir con un arma –sabía que era absurda la tarea pero siempre me ha comprado lo absurdo (si tiene un tinte dramático y en este caso lo tenía)-. Segundo: empecé a calibrar por dónde y cómo podía llegar el castigo Tordelli. Esa será, me dije, mi denodada tarea en lo sucesivo. Y, a la mañana siguiente, sentado con un té de vainilla en eso estaba cuando alguien golpeó la puerta.
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1 comentario:
Oh, qué será de Rupert?
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