En una pileta de una casa, en las
afueras de Buenos Aires,
un día de verano bastante fresco,
después de una semana
con temperaturas insoportables,
agitando apenas el agua,
hablábamos con mis amigos de cuáles
eran los miedos
que teníamos. Que no había motivo, decía uno,
para preocuparse por las cosas tanto, que más bien
la alegría era algo que debiera ser más abundante.
Y sonrió. Y supe que tenía razón.
que teníamos. Que no había motivo, decía uno,
para preocuparse por las cosas tanto, que más bien
la alegría era algo que debiera ser más abundante.
Y sonrió. Y supe que tenía razón.
Y me fui a dormir esa noche y tuve
pesadillas
que me dejaron nervioso y alterado. En
los sueños,
con diez años, atado a una cama, era
atormentado
por un hombre al cual nunca podía
verle bien la cara.
Solo sus dientes, unos casi
destrozados.
Y pensé que las recetas que se
instalaron en uno cuando era chico
se constituyen en realidades que
sostienen un reino
que nuestra edad adulta, con mucho
empeño,
debe reconstruir una y otra vez.
Y me levanté, y en señal de
agradecimiento y alabanza
a todo lo que había a mi alrededor y
era bueno,
escribí esto.
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