miércoles, 7 de agosto de 2019

Proyección nocturna

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Registrar los días, las angustias y la alegrías. Escribir religiosamente antes de la salida del sol y cada noche después sobre el azul del éter. El rol antiguo de los pretendientes.

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En esta escritura existe un punto que seguramente en poco se modifique. Aun así esperamos un cambio. Un buque sobre el hielo del ártico. O al menos un suelo donde esculpir con entusiasmo. Pegar y pegar. Insistir; ser parte de un detenimiento. Un suspiro infrecuente. El sopor que produce una marginación, un hito. Se lo atribuimos al delicado vínculo. Nosotros y algo más fuerte y grande. Un cuadro. Una imagen de una delicada insignia.

Porque, no sé, tal vez haya un silencio que sea más grande que todos los templos, y más abierto y libre. Y por tolerar todos los murmullos del mundo, los termine de apaciguar y los relaje.

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El agua baja. Se desliza a un ritmo tenue. Debemos ir hasta su amplio volumen, entrar con el ritmo en una pecera: una luz de un tono espléndido que no puedo decir que sea de felicidad, porque no sé bien de qué es, ni cómo se llama, ni cómo luce fuera de mi mente.

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Existen estatuas blancas; uno puede deslizarles la mano sin cansarla. Es invierno; el silencio exige más amplitud. Calles rodeadas de alambrados altos y enredaderas hermoseándolos. Y atrás álamos. Alabado sea todo. Estamos a la espera de llegar a un monte oscurecido. Apuesto a que las criaturas en pena hasta ahí llegan. Llegan y descansan como tantas cosas que se tardan en llegar pero llegan.


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Los árboles, la luna naciente y los animales. Todos buscan una antigua y dorada tranquilidad. El salto para los liberados. Vemos también a todos los sostenedores de los credos, y ahí los dejamos. Quisiéramos no transcurrir ahora.


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Y ojalá llegar a un paisaje, al venerable lago. La orilla donde un ciervo vio los colores y las figuras junto con los matices musicales. Forjaban un paisaje que hablaba de cierta vieja y envidiable tranquilidad.


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Noche ahora. Cuando el frío se intensifica, junta el mar, unos perros le ladran a las formas sutilmente neblinosas del paisaje. Nos tientan a evocar antiguos viajes. Días monótonos del verano. Había en ellos crisis y purificaciones. Era como una publicidad. El enorme anuncio de una ruta perfecta. Nada podía ser tan pero tan precioso.

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Quiero grabármelo a fuego: cualquier sentimiento de plenitud está destinado a seguir. Pero al menos, bajo los rascacielos, detrás de la iglesia, se puede volver a eso más deseado y asiduo. Debajo, las banderas con tiburones de un club exclusivo y cercano al río. Qué cosa curiosa.


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El mar, con un tono más oscuro que el gris de todo lo demás, nos resulta un cuerpo. En su borde,  somos capaces de pensar las cosas hasta que ellas mismas pueden permanecer en un estado de conflicto e indefinición. Y lo mismo el mar ser un cuerpo querido e inmenso.

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Cada vez más frío. Casi llueve. Unos patos bajan al agua. Recuerdo un telón estupendamente pintado muy superior a cualquier época. Estaba en un teatro inmenso que se caía a pedazos en un barrio alejado de cualquier punto conocido.


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¿Cuál es el punto exacto donde los pinos, las murallas detrás y la vía que baja la colina, son algo difuso que se detiene? Me arrodillo ante ese pulido silencio.

Pensar cosas tibias, llanas, mansas. Ahora, que las puedo admirar, no quisiera cambiar este momento por nada.

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Entonces, mucho no entiendo: Si ni el lenguaje ni las imágenes pueden seguirme de cerca ¿somos el pasto por donde lo furioso de las noches camina? Otros patos más pequeños buscan un desenlace en el cielo. Van con un tierno y esmerado apuro. Para ellos debe ser la ruta del trabajo a la casa.

Solo le temen a un eclipse, un registro cegador que no se puede admirar sin consecuencias.

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