jueves, 1 de agosto de 2019

Una abeja luminosa

Poemas en Nueva York

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Me fijo en la manera amorosa como nos dedicamos a juntar las hojas que se desparramaron por el jardín, casi en las inmediaciones de un sendero cada vez más inundado por las lluvias ocurridas en el norte.

Más lejos, unos niños se empeñan por generar risas en viejos ciudadanos mientras sus padres añoran cuadros donde en una selva ingenua se esconden animales purificados por los colores que trae el aceitado atardecer. Empieza el otoño.


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Un cuadro así exige crear un óleo dotado de una luz capaz de quedar reducida por la majestuosidad que encontramos cuando nuestros impulsos, entre hojas enormes, vuelven a rozar lo que estuvo a la par de un comienzo.

O cuando la mirada deja de buscar la amplitud y se instala en el cauce donde una vieja perra aguarda la llegada de su benefactor.

Un impulso que se mece en nosotros a la espera de un espléndido y solitario roble que se desplomó sobre una calle apenas iluminada.

Busco cada día esa calle.


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Ya es de noche. Seguimos ansiosos por tocar lo que alguna vez fue incipiente y tierno. Un ímpetu que alcanzamos entre rápidos pasos, asombrados, llenos de una tibieza que más tarde quedó alejada de lo que debiéramos rememorar cada día. Ah, la suavidad! Éramos y aguardábamos lo que vendría. Los bailes adolescentes. Cuadras, montones de cuadras, y nosotros todo el tiempo de la mano. Las fuentes rebosantes de agua. Las luces sobre lo más frío de la calle.


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No hay nada capaz de convencernos de que esa predisposición inicial ya no nos acompaña. Ni siquiera porque creemos en las más fugaces contemplaciones y alguna vez, regocijados, buscamos la aprobación de los otros, hasta que de pronto, advertidos por la redentora luz que ofrece el final del día, nos volteamos hacia unos niños, que así, ajados y solícitos, crecieron.


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Mejor que se desaten los lazos en los muelles donde los antiguos barcos dormían. Quisiera abordar esa aceptación, cada límite. Hacerlo y quedarme en los pálpitos. Lo presentido por obra y gracia de lo que no podemos precisar y por eso llamamos ternura, fragancia.


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Tal vez todo sucedió para que estemos hoy, hombro con hombro, frente al río oscureciéndose, ya no más ensimismados por las aglomeraciones de seres que buscan una razón que los contenga.

En la grandeza de una imaginada montaña nevada no hay más demoras, allá lejos, muy lejos de este parque donde sobrevive el césped castigado y algo crecido.

Aunque tampoco veo demasiado tráfico por acá. Fluyen las personas por las autopistas junto al río. Todos van hacia algún lado. Muchos no saben bien hacia dónde. Somos como ellos. Debemos agradecer eso.


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Tomo el lápiz: no hay palabras capaces de decir mucho y sin embargo las busco. Intento transmitir una indeleble impresión, o al menos un punzante y colorido cuadro. Un objeto capaz de satisfacer a mis hermanos. Los que creí brutales, muchas veces distantes y ahora abrazo. Cantan los pájaros: amanece. Conviene celebrar eso.


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¿Dónde está el lugar humedecido donde el sutil diseño apaisado de los arbustos encuentra la posibilidad de comunicar lo que presentimos?

Ese instante que a la hora de ser entrevisto se vuelve esquivo.


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Casas centenarias con árboles inmensos alrededor. Las mirábamos una y otra vez mientras reverenciábamos la grandeza de los postulados y los perfiles adustos. Las opciones que nos elevarían como el producto casi exacto de ciertas ideas.

Pero por suerte, había un punto insistentemente luminoso, venido desde un lugar húmedo y lejano, ínfimo pero extremadamente potente, desde donde nació una abeja, frágil por fuera, espléndida por dentro, llena de la sutil adoración que su íntima luz le daba.

Y esa abeja terminó por iluminar el obelisco filoso que produce una angustia que responde a un estado incluso anterior al dolor, uno que no sé de dónde viene, pero intuyo responde a vivencias que esperan que las rescatemos.


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Anoche escribimos en la libreta de las compras: Nuestros brazos deben volverse tiernos. La fuerza de las estrellas nos toca. Todo se equipara en la mente porque su ferviente potencia moldea el escenario.

Conviene recordar eso.


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Este discurso solo intenta tomar lo que está desparramándose por todos lados continuamente. Porque es sabido: no es posible dar con un elemento que nos permita concluir una frase con demasiado énfasis. Solo el amor sentido da respuestas.

Pero para sentir un amor así hay que trabajar mucho, insistir hasta que un día en la playa, al fin despreocupados, gracias a nuestro abandono, se presentará solícito de la manera menos pensada.


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Pasa un viejo tren. No puedo imaginar lo que había antes del tiempo. ¿Hay búsquedas imposibles porque lo absoluto las lleva hasta la intrascendencia?

Si así fuera, no debiéramos tener otro objetivo que encontrar una lagartija al sol sobre un piedra que conserva el rocío de la primera mañana.

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