Nací y no me pasaba la comida -tenía el píloro tapado, casi no podía comer.- Y así días de días. Creo que como cuarenta. Hasta que al final un médico llamado Gianantonio decidió operarme y me salvó la vida. Desde entonces viví condicionado por la proximidad de una angustia que me exigió sobreactuar la tensión. Es decir, desde entonces aprendí a imprimir tensión sobre el dolor para no caer de rodillas. Si caía, un extraño ángel con una espada -negro por lo desconocido-, me decapitaría.
Pero eso no ocurrió, decía, aunque me condicionó, como dije, y eso, que lo llevo todos los días y a cada instante -porque lo llevo en la respiración-, hace que mi cuerpo esté demasiado elevado -cuando estoy acostado inclusive-, y que no pueda distenderse lo suficiente como para quedar al ras del suelo -que es lo que pretendo cuando quiero relajarme- y hace otro montón de cosas (que van por la misma senda, digamos, de no tener demasiada confianza en las bondades de la vida).
Y sin embargo, hace unos doce años la virgen se me apareció de la nada mientras miraba las estrellas acostado en un jacuzzi en la casa de fin de semana de mi padre -una casa que uso con mi familia-, y al día de siguiente salvé providencialmente a mi hijo de dos años de morir ahogado -se había caído jugando en el borde de la pileta mientras apenas lo miraba desde la galería sin tomar real consciencia del peligro-.
Y ahora que cuento esto, advierto que tengo otros cuentos -montones de cuentos que algún día voy a contar con todo detalle- que demuestran de que he sido salvado fantásticamente por alguien en circunstancias igual de dramáticas, y sin embargo la sensación de padecer una profunda fragilidad persiste, y una sensación de tener una fuerza enorme también, lo que explicaría por qué vivo en un devenir dramático.
lunes, 16 de marzo de 2020
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