Vuelvo otra vez al campo. Esta vez más temprano.
Salgo antes de la cinco de la tarde.
El campo sigue en su otoño intenso,
el sol declinando, los pájaros en busca de sus nidos.
Como los días anteriores, trato de concentrarme
en no pensar en nada en particular.
Y como los días anteriores fallo.
Las ocupaciones de mi vida se parecen.
Muchas son encontrar una piedra en el zapato
y sentir esa piedra, día y noche, noche y día.
Medito mucho sobre las piedras, se puede decir.
O en este caso, medito mucho sobre la distancia
con mi madre, y sobre cómo un padre
o una madre pueden resultar tan lejanos
cuando han estado desde el principio.
Después de mucho andar, me bajo de la bici.
En ese lugar el campo es más amplio.
Solo está el campo y eso me gusta.
Unos pájaros -varios, muchos en verdad-,
negros y pequeños, forman en el aire
una mancha negra y bastante perfecta.
Gloriosa en su redondez.
Y pienso en mi familia, pienso en los supuestos dramas
en los que profundamente participo,
y pienso en los pájaros que eligen volar juntos
hasta formar esa mancha negra que es tan fantástica
como los galpones en donde las gallinas
son explotadas un día tras otro.
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