Mi hija, con sus carcajadas, me despierta a las cinco y treinta de la mañana porque, contra todos mis pedidos previos, sigue jugando con sus amigos en forma remota. Por supuesto que no sé bien qué límites ponerle en este proceso largo y tedioso de cuarentena -siendo que ella está de vacaciones escolares-. Me limitó a sacarle el celular.
Hace frío en el living. La chimenea todavía tiene unos leños crujiendo. Están encendidos apenas, lo mínimo. Las estufas de gas no alcanzan a calentar con este frío. Me quedó mirando un jarrón de cerámica que trajimos con mi mujer del norte. Tiene motivos diaguitas. Intento meditar. Meditar es no pensar en nada. O más bien, es concentrarse en algo para sentir mejor todo. Lo intento y como siempre termino pensando en algo. Pienso en una luz -la lámpara que ilumina el cuadro que estoy pintando en la galería-. Esa lámpara se encendió aparentemente sin motivo. Me pasó alguna vez algo parecido. O en realidad solo recuerdo una (y en circunstancias todavía más extrañas que ésta).
Después pienso en poner en palabras ciertas intuiciones que tuve en el último tiempo. Intuiciones acerca de la verdadera esencia que tienen las cosas. Me refiero al hecho de que existen veces que uno se aleja de las escenas conocidas y las ve en su esencia. Pero sería difícil de explicar todo eso e intentarlo le quitaría encanto al proceso. De manera que me limito a mirar un rato más ese jarrón. Es marrón, blanco y tiene un tono rosado. Tiene unos dibujos primitivos de unos pájaros. Afuera canta uno en plena noche y enseguida se calla. Un perro no para de ladrar a lo lejos. Mi perra me mira todo este tiempo en un acto que considero de un cariño supremo. Seguramente así debe ver mi esencia.
jueves, 30 de julio de 2020
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