sábado, 15 de enero de 2022

Una aleta gigante

En esa playa había que hacer cola para todo. Para estacionar, para ingresar y para poner en algún espacio mínimo la sombrilla y las sillas en una franja de arena llena de gente rubia, alta, corpulenta, hombres y mujeres, tal vez, escandinavos. Así que, suponías, sería gente educada y todo el trance, el hecho de tener que "disfrutar de la playa esa tarde", transcurriría con cierto orden y previsión. Pero la presencia de un tiburón cerca de la rompiente alteraba a la gente que, al ver una aleta, empezaba a huir desde el agua generando una estampida, y los intentos de llevar calma que intentaba un bañero no alcanzaban, y entonces, súbitamente, a medida que los disfraces de ese gente se iban destrozando fruto del pánico, caías en la cuenta de que lo que parecía gente, en realidad eran eran hormigas de tu tamaño disfrazadas. De modo que estabas parado encima de un hormiguero, y lo que iba emerger del agua no era un tiburón sino un niño de varios metros que con sus manos simulaba esa aleta gigante, y la preguntaba obvia era si ese niño serías vos.

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