Con las bicis a un costado, caminaste en la oscuridad con tu hijo. Subieron a las bicis y le preguntaste por qué ya no leía libros.
Ya nadie lee libros, dijo, y el mar vino a llevarse el castillo de arena que habían levantado en la orilla.
Casi al final de la noche, ansioso por los sueños, intentaste meditar. El viento era suave, pero seguías inquieto.
Esa misma tarde, con tu hijo, pasaron por el lugar donde te propusiste cambiar. Un espacio que rememora una masacre con apenas cuatro pinos y una placa con el nombre de los muertos. El lugar donde sentirías fuerza, agradecimiento, y al fin alegría.
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