Llegaban a un convento con tu padre y, cuando se bajaban de un taxi e ingresaban en un patio interior, te sorprendía que un grupo de monjas se acercaban emocionadas a mirarte. Juntaban las palmas de la mano emocionadas y la más mayor de ellas —que no tendría más de sesenta años— te pedía permiso para tocarte mientras tu padre todo el tiempo sonreía al lado tuyo complacido y ellas, mirándote, repetían: "Gracias, muchas gracias." Una a una, en fila, se besaban el dedo índice y, arrodillándose, tocaban con ese dedo tu pie y luego se persignaban.
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