En la parte más ondulada, unos pájaros negros y pequeños formaban en el aire una mancha que parecía de tinta. Cuando me paré a verlos se abrieron las nubes y la pradera se puso verde y después casi amarilla. Crucé entonces la ruta por la que casi nunca pasa nadie y seguí por un camino de tierra donde, a mi derecha, estaban los álamos en hilera y los grandes galpones. Noté que ya estaban iluminados por dentro. Los iluminan, recordé, para que las gallinas sigan produciendo. Entonces, con la bici al costado, en el olor nauseabundo vi a las gallinas moviéndose en sus jaulas como robots y, para salir de esa imagen, miré de nuevo hacia los eucaliptos, más allá de los galpones, donde el sol estallaba detrás.
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