En la casa de tus padres el reloj de pared era un buitre con alas de ébano. A un costado, en un óleo de buen tamaño, unos pescadores con sombreros de paja arrojaban sus redes. Los sillones del living eran “Chester”, decía tu madre, pero a mí me gustaban más las alfombras persas del comedor y del vestíbulo, y las arañas de bronce que simulaban rosas en las lámparas. Esa tarde, en la mesa, cuando te llevaste una ciruela a la boca, sentí la necesidad de serenar a mi cuerpo, aunque más tarde debiera hacer lo mismo y mi ansiedad otra vez fuese una espesura gigante. Era la hora del té y en la tetera veíamos las hebras. Son de la India, dijiste. Diminutas, muchas habían pasado el colador y nadaban en el agua.
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