En la parte del campo
más ondulado, te bajaste
a ver unos pajaritos que formaban
una mancha perfecta.
Las nubes se abrieron y la pradera
se puso más verde, y después,
gracias a un gris que seguía
en el cielo, casi amarilla.
Cruzaste entonces la ruta
por la que casi nunca pasa nadie
para tomar el camino de tierra
que a esta altura se ensancha.
A tu derecha, viste árboles sin hojas
y galpones iluminados por dentro.
Los iluminan, pensaste,
para que las gallinas
sigan produciendo.
Sin apuro, te bajaste de la bici
y entre un olor nauseabundo,
viste a las gallinas en sus jaulas
moviéndose como robots
mientras el sol se escondía detrás,
sobre el final, apenas tocándolas.
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