Había hojas desparramadas
y unos niños empeñados
en esconderse detrás de
plantas orejas de elefante.
Era como si quisieran
imitar un cuadro que estaba
en la sala de mi pediatra.
en donde se veían animales de la selva
iluminados por un atardecer.
Los días se acortaban por entonces.
Los árboles esperaban su renovación.
Bah, en realidad todos esperábamos eso:
pintar a las bestias que animan
las festividades en lo inquietante del negro.
Pero un cuadro así exigía aprovechar
cada oportunidad: primero la luz
y el dorado, y después los grises
volviéndose celestes por los canales.
Pero no era fácil encontrar
una escena así. Y sin embargo,
un día vimos a nuestra perra
moviendo la cola al final de un roble
que se había desplomado.
Esa noche primero
ocurrió la caída del árbol
y enseguida el corte de la luz.
Por eso al salir las pocas luces
venían de los autos.
Entonces, nosotros
con pasos asombrados
caminamos por el tronco caído
entre ramas y hojas y al final
estaba ella, Morita, nuestra perra.
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