Andamos un rato por el parque hasta llegar a la costa. El mar tiene una mezcla de ceniza y de celeste turquesa, pero solo al principio, más cerca de la costa. Las piedras blancas de los acantilados crean el efecto. Todo lo que deseo está acá: riachos que baja por colinas que tienen bosques y desembocan en un mar conmovido por el frío y el viento. Hay cabras. Frutos silvestres. Están los pájaros. Siento por un momento un tipo de renovación trascendental. Un fuerza que está en todos lado pero que en esencia viene del cielo. Y entonces una familia que había visto comenzar el sendero conmigo tiempo atrás, se acerca hasta donde estoy, al preciso lugar donde me encuentro parado, dentro de un bosque inmenso, y comienzan a hablar en voz alta en alemán y luego, pasado un tiempo, que aguanto estoico contemplando siempre el mar, se retiran.
¿Un espacio inmenso y cuatro personas que se acercan a donde estoy para alterar mi contemplación?
¿O a qué han venido?
Entiendo por fin, después de tanto tiempo, varias cosas. Mi mayor potencia está en mi interior, que es mucho más amplio y espectacular que cualquier paisaje otro porque tiene todos los paisaje habidos y por haber. Me conviene por lo tanto llegar a ese interior a través de la "humilde confianza", me digo. Y emprendo la vuelta.
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