Al despertar, gracias al ruido de la lluvia, las tensiones se habían aplacado: el agua adquiría un sentido renovador y ya no me importaban las inquietantes manchas de petróleo en la arena que descubrí en mi infancia en la playa donde íbamos los veranos. Las manchas se debían al derrame que había sufrido un barco petrolero a pocos kilómetros de la costa. O eso al menos me había dicho mi abuelo. Llevará mucho tiempo para que desaparezcan las manchas, dijo con solemnidad. Pero en ese momento, en mi sueño, llovía, y las gotas, millones, suaves, limpiaban en segundos las manchas.
A esas gotas tan preciadas, las sentía en el techo de chapa. Gotas que con sus golpes me invitaban a permanecer concentrado hasta escuchar a lo lejos un zorzal. Por sobre todo porque, de ese modo, pensaba, podría olvidar que de los infortunios hice un compendio de temores que me ataron a un palenque y que desde entonces mi salvación sería salir de ahí.
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