Salimos del café, cruzamos la calle, me siento en un banco a la espera de mi pareja - que mira algo en un negocio- y luego emprendemos camino. Pasamos por el parque, frente al palacio real, donde unos ciclistas mejicanos pretenden andar por un espacio estrecho -cosa que me altera y me hace pensar en la cantidad de veces en tan poco tiempo que alguna persona a mi alrededor me irrita-. Después, seguimos para conocer la famosa estatua de la sirena. No tiene un gran atractivo, más allá de estar bien emplazada frente al mar. A continuación, tomamos por un parque y por fin, luego de caminar un tiempo, llegamos a la zona donde se ve un edificio importante que alberga un museo. El edificio está a nuestra derecha. Después, llegamos al castillo de Rosenborg, que es relativamente chico y tiene formas complejas en un estilo holandés renacentista y está junto a un parque.
Antes de entrar, como son casi las tres de la tarde, decidimos ir a un supermercado de las inmediaciones. La idea es comprar lo necesario para hacer una suerte de picnic en los jardines del palacio. Cosa que hacemos. Y después nos tirarnos en el pasto a dormir una siesta. Soy feliz. Me abandono y, al final, cuando me despierto, veo a mi pareja a la distancia haciéndome señas para advertirme dónde está -la orilla de un estanque en donde hay patos que conviven con carpas-. Vemos unos instantes los peces. Es demasiado tarde para entrar al castillo, convenimos, y con cierta pena nos vamos.
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