Y así, en el agua caliente de mi bañadera, me puse a recordar que al final del otoño, en ese pueblo perdido, un no sé qué prosperaba junto a las veredas entibiadas por el sol de la tarde, durante la hora de la siesta, cuando casi no pasaban autos y el viento hacía sonar unas casuarinas y pocas personas iban por la calle. Y no pude dejar de pensar en cómo quisiera recorrer de nuevo esas lomadas. Ir, sin apuro, hasta el lugar donde una ramita, casi negra, al filo de una zanja, bajaba agitada por la corriente. Porque, aunque cueste creerlo, todavía veo con claridad esa rama bajando a intervalos junto a otras ramas caídas de otros árboles.
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