Una pileta donde nada cada verano a última hora
cuando queda solo una mujer, que es guardavidas,
y pocas veces lo mira desde su silla. Una persona,
intuye, sabia, bondadosa y relajada. Esa imagen
tiene de ella y es feliz mientras va y viene
por el agua. A veces, con la cabeza afuera,
atento a los árboles que suenan sus hojas
gracias al viento. Y otra veces, atento
a los pájaros que pasan en lo alto cuando el sol se oculta
detrás de unos pinos que conoce bien.
Ocho en punto sale de la pileta,
se despide de la guardavidas cada sábado
y domingo, toma su bici y pedalea
hasta su casa con la sensación de haber
vivido instantes de felicidad en el agua.
Y eso le da una impronta que se diferencia
de las sensaciones de incomodidad que le genera
su trabajo, la ciudad, las personas que circulan
a su alrededor, y muchas veces gritan, y esos perros
que ladran, supone, por la mala influencia de sus dueños.
Piensa mucho en esa gente que lo molesta y también
piensa demasiado en las molestias en general,
que siente en su cuerpo y llegan a ser moscas
pegajosas en su cabeza. Su cabeza, se dice,
que bien estaría si pudiera por un rato
dejar de recibir a los caballeros que pasan
con lanzas y espadas a toda marcha.
Preocupaciones, miedos, angustias, destinadas
a la supervivencia, supone, que no puede parar
porque detener ese trajín significaría abandonarse
en el medio del mar a los tiburones.
Y los tiburones sí existen, se dice, sonriente,
mientras pedalea cerca de su casa.
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