Mirabas una escultura
que tenía un cartel.
2006, en letras doradas, decía.
Y luego tu nombre.
Después, ya más cerca,
descubrías algunos defectos
en el pulido de la piedra
y lo lamentabas.
Y peor: con tantas
personas alrededor
no podrías mejorarla,
pensabas. Quedaría
inconclusa por siempre.
Pero de pronto,
al mirarla de nuevo,
la amargura ya no estaba.
Solo permanecía su presencia
firme, noble. Incluso,
en tu imaginación, eterna.
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