Veía a unos niños, en colegio enfrente,
no tendrían más de cuatro años, extasiados
con el hecho de tener un cuerpo y usarlo
para experimentar sensaciones
que les parecían nuevas, simples
y divertidas, bajo un cielo que se abría
por momentos y por otros se cerraba un tibio
día de invierno en la ciudad de Catania.
Pensaba, viéndolos, en que siempre quiso
tener su cabeza alineada con el cuerpo
de manera tal que ella fuese guiada
por las sensaciones y no por ideas
que no sabía de dónde provenían
y que lo mantenían atado a una pared
de piedras volcánicas, tan visibles en la ciudad,
que habían sido expulsadas por un fuego
y del que alguna vez habían surgido los palacios
que admiraba porque languidecían
al punto de volverse más preciosos.
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