Veía a unos niños, en colegio enfrente, felices con el hecho de tener un cuerpo y usarlo para experimentar sensaciones nuevas, simples y divertidas, bajo un cielo que se abría por momentos y por otros se cerraba un tibio día de invierno en la ciudad de Catania.
Viéndolos, pensaba en que siempre quiso tener su cabeza alineada con el cuerpo de manera tal que ella fuese guiada por las sensaciones y no por ideas, que no sabía de dónde provenían y que lo mantenían atado a una pared de piedras volcánicas, tan visibles en la ciudad, que habían sido expulsadas por un fuego y del que alguna vez habían surgido los palacios que admiraba. En especial, porque languidecían, al punto de volverse más preciosos.
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