Estaba frente a la imagen de Cristo,
monumental y dorada, hecha con mosaicos,
en la Catedral, e intentaba, despacio,
sin forzar en lo posible las cosas,
recibir esa mirada, y en especial la fuerza
del entrecejo que tenía el Señor hijo de Dios,
para, por fin, estar congraciado con él
en su faz más profunda, protectora y generosa.
Pero no sentía lo mismo que frente a la Virgen,
a quien tenía como lo más fuerte a la hora de sostener su espíritu.
¿Por qué? No lo sabía y se lo preguntaba.
Y la respuesta no venía. Solo la imagen de Cristo llegaba.
Ni serio ni sonriente. Tampoco esta vez sufriente.
Solo cierta sorpresa, tal vez inquietud,
mínima, en el rostro, y en el fondo
una potencia capaz de levantar
a cientos de imperios por miles de años
y de llevar gente de un lado para el otro,
de generar fuegos y también sosiego
a niveles que nadie podría controlar.
Ni siquiera él.
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