Subía con sus hijos por calles donde las personas vivían vidas, al parecer, infernales. No tenían ni el verde ni la calma que para él eran necesarias a la hora de encontrar un mínimo de paz que adornara su existencia tan atormentada, en la que un conjunto de signos bastaba para que florecieran en su cabeza tensiones y molestias que lo alejaban de ese tipo de quietud que situaba en lo alto del mundo. Sin embargo, en esas calles estrechas —por donde apenas pasaba un auto y no había veredas—, las personas, asomadas a las ventanas como animales exhibidos, sonreían y cantaban más y mejor que él, que solo podía sostener lo que siempre había dicho: que esa era una alegría vana, ajena a su espíritu delicado y por lo tanto atrapado en ciertos artificios que no soltaba porque eran lo mejor que tenía.
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