Voy por lo playa, debo alejar de mis pensamientos un tema de índole laboral que me persigue, que sé que no tiene tanta entidad profunda, real, como para que le otorgue tanta importancia, pero mis pensamientos vuelven a él una y otra vez para intentar desmenuzarlo, digerirlo, tragarlo de algún modo. Y no es fácil. Me siento la playa, ya está oscuro, veo las estrellas, siento el viento en la cara, un viento fuerte, que suena, y trato de atender al ritmo de las olas en el mar, de fijarme en sus ruidos, continuos, fuertes, capaces de llevarme a una dimensión diferente de paz y oscuridad. Y por momentos lo logro, pero lo único que veo es la oscuridad, y lo único que siento de manera cabal es a mi cuerpo y me mantengo atento a sus demandas. ¿Esto es al fin y al cabo meditar? me pregunto, y sé que no lo es, que debo insistir, pero no lo logro, y abro los ojos y me fijo en las estrellas. Un avión, con una luz diminuta pasa muy a lo lejos, y después siento su estruendo, pero de una manera apenas perceptible, y me fijo un poco más en las estrellas. No parecen más que un decorado. No resultan del todo reales, ni mucho menos me resulta real que sean parte de un espacio inmenso, infinito, misterioso, y que al fin y al cabo un día, cuando muera, ellas sigan ahí como si nada sin que pueda verlas. Es un pensamiento de lo más infantil, pienso, pero admito que es lo único que se me ocurre frente al viento y el mar.
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