Quería acumular logros que enardecieran su vanidad y, de algún modo, curaran la herida que lo acompañaría —si no ocurría ese milagro— toda su vida. Nada lo distraía de sí mismo, y por eso vivía preso en su cuerpo, envuelto desde siempre en tensiones, en clavos que lo atravesaban de lado a lado. Se sabía torpe —y, más que nada, indeciso—, y eso lo avergonzaba.
Sin embargo, a veces, otra mirada intentaba asomar cuando veía una gaviota jugando con el viento, allá en lo alto, sobre montañas verdes que, en su punto más rocoso, tocaban el mar.
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