Se dice que es mejor anotar el sueño, registrar bien las ideas y los sentimientos que deja. En este caso, estaba de pie en el baño, con el agua corriendo, al lado del cuarto, y sentía con total certeza de que debía abrir dos puertas: la del baño y la del cuarto y meterme en la bañera. Era cuestión de decidirme, dar el paso y concretar ese deseo. Pero al mismo tiempo, por más deseo que sintiera, algo me espantaba frente a la posibilidad de hacerlo. Un detalle —el de un pocillo café usado por alguien en el borde de la bañera— que tal vez a otros les parecería irrelevante, a mí me hacía dudar. Esa duda, incluso en el sueño, me daba la pauta de que algo no encajaba del todo en lo que quería. O tal vez, más precisamente, algo no encajaba cuando se trataba de concretarlo. Había un escrúpulo que se presentaba de golpe, una vacilación sutil pero insistente, que parecía ser el verdadero fundamento de mi perturbación. Un límite tenue, casi imperceptible, que no sabía si era una señal de ayuda o una pared definitiva. Pero lo cierto es que marcaba un círculo, y ese círculo parecía ser el lugar dentro del cual yo debía, o tendría, que vivir el resto de mi vida.
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