martes, 24 de junio de 2025

Un día en Bari

Salida a pie. El primer roce es con una señora que toca reiteradas veces —sin necesidad— su bocina para avisarnos que va a pasar junto a nosotros por la senda peatonal. Mi mujer reacciona, molesta. Luego descubro el castillo románico puglense, un estilo que me gusta por su modernidad asombrosa, basada en la limpidez de sus líneas rectas. Más tarde vamos a ver a unas señoras que amasan en las puertas de sus casas. Inicio una compra con la hija de una de ellas, una mujer joven pero desmejorada por el peso, y enseguida percibo su falta de cordialidad cuando le pido dividir la compra. Hay en su trato algo altanero, y me ofusco, innecesariamente, poniéndome en su misma línea de vida.

Me pasa lo mismo después con un mozo en la plaza y con una señora en un negocio de zapatillas. Se trata, al parecer, de gente que traduce su fastidio por el simple hecho de tener que trabajar con clientes.

La Catedral de Bari es una gran obra. En su subsuelo encuentro inspiración para mis esculturas: piedras apiladas de un modo atractivo, siempre atravesadas por líneas modernas. La cripta tiene un altar barroco logrado y un icono que, a mi juicio, carece de encanto estético. Me pasa lo mismo con los iconos en general: la línea de la Virgen y el Niño Dios no me transmite frescura ni esa potencia primitiva que aparece en otros casos.

En la rambla, acostado sobre un muro, logro una visión del agua, unas barcas y el sol que me devuelve cierta calma. Pero una señora de modos rústicos, tal vez altaneros, habla con nerviosismo a mi espalda y me saca de esa visión. Pronto descubro que está vinculada a un hombre que vuelve de pescar. Después de verlos en un extremo del puerto, los encuentro unos veinte minutos más tarde en el otro extremo, con la misma barca, descargando cinco pulpos de tamaño considerable.

Uno de los pulpos intenta escaparse de forma subrepticia: se desliza hasta otro cajón de plástico sin agua e intenta ir hacia el mar. Me impresiona la escena, por la fuerza trágica del animal en medio de su agudeza instintiva. Lo más raro es que, media hora más tarde, mientras tomo un café en la vereda con mi mujer, vuelvo a ver a la señora pasar rauda en bicicleta, ya sin pulpos a la vista.

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