Por fin me levanto de la cama. Miro el reloj. Ocho y diez. Lo que me temía. Ese perro me despertó incluso antes de las ocho. Apenas llegué dormir siete horas. Mantengo el cálculo de las horas que duermo desde que tengo uso de razón. Una manía heredada de mi madre. En la cocina, encuentro a la señora que limpia. Mujer de mi edad, alta, corpulenta. Recorre con dedicación, siempre concentrada, cada rincón de la casa. Tiene un esquema de trabajo preciso, un saludo parco y al mismo tiempo cariñoso. La saludo. Me saluda. Voy en busca de un limón, pero, antes de abrir la heladera, veo medio limón sobre un plato en la mesada de la noche anterior. Lo exprimo por la mañana. No es mucho, pero mi obsesión por no desperdiciar nada, me lleva a oprimir al máximo la rodaja. Es un día fresco de sol. Salgo al balcón, respiro. Quisiera estar frente a montones de árboles, con los pájaros, tal como estuve días atrás por la zona de Iguazú. Pienso en el hotel y vienen a mi cabeza las jóvenes misioneras que atendían el lugar. Quiero tener sus modos tan dulces de manera muy tenue, hoy a la distancia, desde mi balcón, mientras el viento golpea mi cara.
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viernes, 19 de diciembre de 2025
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Desde mi balcón
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