A un costado, por la vereda,
bajo las luces, dos personas
se aproximan.
Un viejo y un adolescente.
La luna llena tiene
un blanco transparente:
parcelas marcadas, caras
risueñas, inalcanzables, calmas.
Ciertos momentos
se elevan sobre otros.
Muchos son intrascendentes
y otros permanecen grabados
en una ola que desde siempre quiero pintar:
calles estrechas recorridas los días sin viento
en la soledad que me genera estar entre gente
sin que se escuche un pájaro.
Me pasó un día de invierno.
No se escuchaba nada,
apenas el ulular del viento,
fue como si estuviésemos cerca
de un océano calmo y oscuro
a la espera de un iceberg.
Un hielo enorme que sentía
las olas sobre su cuerpo.
Y para entonces no había un fruto
en el pico del pájaro
que veíamos en lo alto.
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