Dentro de la catedral,
fuimos hasta un costado
donde había gente aburrida,
pero no tantos como en la nave
central. Nuestra intención era ver
al obispo sobre el púlpito sermoneando
mientras los niños, a sus pies,
esperaban la primera comunión.
El momento tenía el tono
que debíamos alejar de nosotros,
pero nos intrigaba el espectáculo.
Por entonces, ya sabía que
lo mejor era vivir en una isla
rodeada de gigantes marinos
capaces de comer a los incautos
que se acercasen a minar
nuestras fuerzas.
A la salida de la iglesia,
nuestros hijos se complacían
con imitar los cantos de los zorzales.
Nos miramos, queríamos decir
tantas cosas: que nos apena
el paso del tiempo
y montones de ideas
sobre un lugar
donde se ve pasar el agua.
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