Está por llegar la tormenta. Se ven rayos a lo lejos y el calor cede gracias a un aire más frío. Un hombre, en el edificio de enfrente, fuma en un banco de su magnífico balcón. Lo miro desde el mío, del mismo modo que lo he mirado por años. Su padre ya debe haber superado los noventa; él debe rondar los sesenta. No tiene pelo en la cabeza, usa anteojos, y parece un intelectual modesto y tranquilo que vive con su padre, a la sombra de alguna posición privilegiada que soporta con cierto hastío. Cada día fuma uno o dos cigarrillos en ese edificio histórico de principios del siglo pasado, que yo miro desde mi balcón desde hace más de veinte años. Imagino que debe pensar cosas parecidas a las que yo pienso sobre el paso del tiempo, la incertidumbre, las fuerzas del arte y los dilemas cotidianos que nos mantienen, tantas veces, lejos de los temas más acuciantes. Me gustaría hablar con él algún día; pero supongo que tiene el tipo de aire enigmático y profundo que genera una indeseada distancia, tanto para él como para los otros.
Pero con todo, un día tal vez lo haga y seguramente entonces descubra cosas nunca imaginadas. La fuerza de lo real, se llama.
No hay comentarios:
Publicar un comentario